EL FARO
Me acuerdo del primer día que mi hijo se montó en una barca. Bajábamos del faro, él se subió corriendo y fue a navegar un poco.
Tardaba
demasiado, pero cuando estaba a punto de estallar de la preocupación,
llegó él. Lo cogí en brazos y lo llevé al faro. Allí destapé el
viejo piano y le enseñe a tocarlo.
Iban
pasando los años y cada vez mi hijo se hacía más grande igual que
él barco que él tripulaba.
Todos
los días hacía lo mismo: bajaba las escaleras del faro, abría la
puerta, iba por el camino hasta el muelle y allí abría el buzón
con la esperanza de encontrar alguna carta suya. Cuando había
alguna, sentía una gran felicidad y no dudaba en abrirla
rápidamente.
Pero
hubo un tiempo, en el que no tenía la suficiente fuerza para
levantarme de la cama y ir hasta el buzón. Las cartas se acumulaban
y algunas estaban en el suelo tiradas. Fue entonces cuando llegó él.
Traía un enorme barco. Se sorprendió que no hubiera salido a darle
la bienvenida y que todas las cartas estuvieran tiradas en el suelo.
Entró en la habitación. Me cogió y me llevó hasta el piano. Allí
me sentó con cuidado y me apoyé junto a él. Los dos empezamos a
tocar el piano pero no duró. Me caí sobre él y allí, en el faro
fallecí.
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